DILEMA DE LA IDENTIDAD ADOLESCENTE: VIVIR DESDE EL EGO O DESDE EL SÍ MISMO VERDADERO. ROL DE LOS FORMADORES.

El adolescente está cruzado por la necesidad de afirmación de sí mismo, de integrarse al grupo y desarrollar su identidad psicosexual. En ese contexto el adulto formador tiene el desafío de acompañar al adolescente a recorrer el camino que lo conduce a lograr estas tareas del desarrollo, ayudándolo a pasar de la identidad infantil poco diferenciada a la identidad juvenil basada en el logro de autoafirmación, que lleva al joven a asumir su responsabilidad hacia el propio desarrollo personal y compromisos con su comunidad. Acercarse al joven con sencillez y sin miedo, conectarse con él centrado en descubrir lo que le pasa desde una posición de ingenuidad pero también de interés hacia su realidad, va abriendo puertas muy importantes para acceder a su espacio subjetivo personal. Con adolescentes, es de fundamental importancia apoyar el desarrollo de su identidad como eje central de la relación formativa, y en esta dimensión, el conocimiento, contacto e integración positiva del sí mismo.

Se puede representar el sí mismo de cada persona como el núcleo vivencial. Las vivencias (integración de representaciones, imágenes y afectos) que se han depositado en este núcleo, o que surgen de él, dan cuenta de la vida emocional y de la identidad de la persona. El núcleo vivencial o sí mismo tiene que ver con un sentido de unidad propia, un fondo donde se siente que “se es”. El sí mismo es la expresión un vínculo significativo entre diversas partes de sí, dando origen a una experiencia emocional intrapersonal, que en la medida que es positiva, se expresa como autoaceptación, sentido de integración o unidad. El bienestar del sí mismo es un estado de unidad, coherencia o conexión interna que se manifiesta como un sentimiento de comodidad natural consigo mismo y amor a la vida, de amor al ser que “se es”, basado en la aceptación y gratitud. El ser humano tiene la necesidad existencial de conectarse con su esencia unificada o centro esencial, experiencia que le permite vivir desde su núcleo, su yo profundo. Esa vivencia es la base del bienestar personal y de la capacidad de encontrarse con el ser de otros. Esta experiencia sólo se puede dar en el contexto de un intercambio emocional significativo con otros. Ese núcleo o centro esencial tiene un dinamismo asociado al intercambio con los demás. La naturaleza de la experiencia emocional del sí mismo queda determinada por los niveles de auto-aceptación, mientas más aceptación, más intercambio con los demás, más creatividad y más unidad. Más apertura a dar y a recibir y más autenticidad (Rodríguez, T. 2006). A la vez el ser humano es un yo personal necesitado de un tú, una presencia que escucha y llama a otra presencia, a otro tú personal. Necesita recibir presencia personal y dar presencia personal. De esto depende su realización emocional y sentido de significado personal. Por esta razón es tan importante la huella de las relaciones tempranas. La matriz de las experiencias de sí mismo está fundada en las experiencias emocionales tempranas asociadas al vínculo con la madre.

Cuando hay un conflicto interno, cuando el joven se rechaza o internaliza un rechazo que ha vivido, se produce una división interior, una ruptura de la cohesión o sentimiento de integración. Cuando la persona se siente dividida, se ha roto o perturbado su unidad interior. La unidad de la persona es agredida y puede ser perturbada desde el interior o desde el exterior. La persona entonces no vive su unidad que es la fuente de significado interno y de sentido, no encuentra su identidad en su propia armonía o unicidad interna. Se siente separada, perdida de su esencia, herida, ansiosa, confundida, o bien desarrolla una personalidad externa, una máscara, una capa de yo superficial que le permite funcionar a pesar de tener por dentro una verdadera división o alejamiento de sí. Este estado de desarmonía interna está a la base de numerosos trastornos de la adolescencia: estados depresivos, trastornos ansiosos, trastornos de personalidad, trastornos alimentarios, desbordes impulsivos y trastornos de conducta.

En muchas ocasiones estas rupturas internas se manifiestan como una herida narcisística o “ego” herido. No hay que confundir el  sí mismo con el “ego”. Cuando la persona está dividida o en conflicto, su ego está herido o inseguro, lo cual se expresa en un ego disminuido o por el contrario, hipertrofiado. El ego representa una parte más infantil de la personalidad basada muchas veces en necesidades más egoístas, que busca identificarse con imágenes ideales “narcisistas”. Las respuestas desde el Ego están cargadas de ansiedad por estar fundadas en el orgullo, en el apego controlador y en un amor propio más bien egocéntrico.  Se trata de una dimensión del yo llena de inseguridades, que lucha por conquistar poder, competir, defender sus intereses de manera intensa, ser centro de atención, recibir alabanzas y honores, tener prestigio o superioridad frente a otros. El ego impulsa a discriminar, a sentirse fácilmente ofendido, a querer controlar a otros y a querer tener para sí todo lo mejor. La hipertrofia del ego (competitividad exagerada, narcisismo, hostilidad, negación de la debilidad) es la defensa psíquica frente al temor de falta de significado e identidad personal. El ego disminuido surge de un yo que no está conciente de su necesidad o demanda narcisística frustrada, o bien de su imagen o estima injuriada, expresándose lo anterior en orgullo exagerado o herido, en masoquismo, melancolía derrotista, autodepreciación y rabia internalizada, asociada al autorechazo por no cumplir el ideal a que se está narcisísticamente atado. Un sí mismo poco integrado, con experiencias afectivas inestables o inductoras de inmadurez en la historia de los vínculos con las figuras significativas,  determinarán un ego “grande” o  “disminuido” como una personalidad inmadura que tiene problemas en las relaciones interpersonales. La patología de la experiencia emocional del sí mismo del adolescente es una “falla” significativa en la estructuración de la personalidad que debe ser tratada para que el joven pueda continuar el curso de su desarrollo y el abordaje de las tareas evolutivas.

El formador puede contribuir de manera gravitante a que el adolescente desarrolle y exprese su ser verdadero. La clave para facilitar una identidad auténtica, un vivir desde el sí mismo verdadero y no desde la máscara del ego está en tener una actitud facilitadora en el contacto con el joven, que se caracteriza por:

  • La aceptación incondicional, una actitud de conexión con la realidad del otro basada en el interés por comprender sus motivaciones y beneficiar al otro, dejando de lado el enjuiciamiento y el prejuicio.
  • Actitud de aprendiz, alguien que no se relaciona a partir de lo que sabe sino a partir de lo que “descubre con” el otro.
  • La presencia disponible y conectada con el sí mismo subjetivo del otro.
  • La conexión intersubjetiva e interdependiente.

Stern (1991) definió la intersubjetividad como la regulación mutua de los estados afectivos y psicológicos, en donde los cambios de uno determinan cambios en el otro, en la medida que existiría un proceso interaccional en el que la presencia individual de cada uno en el espacio relacional llevaría a una presencia compartida que favorece la sintonía recíproca, en donde lo que pasa en la mente o emocionalidad de uno es registrado y vivenciado por el otro como una verdadera experiencia personal, basada en la empatía y en el establecimiento de un marco compartido de significados, intenciones de contacto, y compromiso con la relación. Esta dinámica lleva a la mutualidad y al reconocimiento del otro como sujeto, permitiendo que cada “sí mismo” ( individuo) se experimente tal como es en presencia del otro, favoreciendo los procesos de aceptación de sí mismo, aceptación de los demás y aceptación de la realidad. El proceso representaría una combinación entre individuación e identificación.

Para Stolorow y Atwood (1992), la intersubjetividad se refiere a los campos psicológicos virtuales que se crean al entrar en interacción mundos de experiencia, generándose un entrelazamiento de subjetividades sobre la base vivencial de las individualidades de cada uno. Esto lleva a la comprensión de que los procesos psicológicos y las formas de comportamiento se desarrollan insertos en una matriz relacional intersubjetiva específica que se crea en el encuentro de las dos individualidades interactuando. Esta comprensión del funcionamiento humano lleva a la reflexión acerca de la dialéctica entre estructura individual y características de la relación, como variables que se co-determinan. Safran, teórico relacional, desarrolló el concepto de “multiples yos” para referirse a cómo las potencialidades creativas y las definiciones personales podían variar significativamente según el contexto relacional en el que esté participando el sujeto. El “sentido de sí mismo”, el autoconcepto y patrones de comportamiento se crean, mantienen o cambian según el contexto intersubjetivo particular en el que se inserte el individuo. Stern planteó el concepto de “interafectividad” desarrollando la idea de entonamiento afectivo o conexión empática de la madre con el niño vs desentonamiento,  fracaso empático con falta de presencia conectada y pérdida de significado del encuentro con el otro. La relación entre formador y alumno supone crear un campo relacional basado en la confianza, alimentada por la vivencia de participar de un encuentro significativo, en el que ambos buscan construir juntos respuestas, llegar a una verdad o lograr ver algo de una forma nueva o con más sentido. Este espacio se abre para permitirse nuevas de formas de ser, un reconocimiento personal liberador a partir de la aceptación mediatizada por otro que valida.

En la medida en que se da este tipo de relación, el contexto relacional y la actitud del formador invitan al adolescente a dejar de lado las máscaras y permitirse abrirse a su verdadero yo, a sus temores, inseguridades e inconsistencias. En este contexto de relación de confianza basada en la presencia personal, la aceptación y la interconexión, el adolescente puede dejar de lado sus defensas y probar ser su sí mismo verdadero, dejar de lado las fachadas, intentar arriesgarse a experimentar la vida de manera más sincera, potenciar sus otros “yo” que ha rechazado, marginado o dejado abandonados por temor al rechazo, por la búsqueda de prestigio o aceptación social, por la necesidad de transar autenticidad por pertenencia. La actitud promotora del formador hacia el joven favorece el desarrollo integrado de sus diversos “yos”.

Bibliografía

  1. Rodríguez, T. (2006) La dirección espiritual. Ed. San Pablo. Buenos Aires.
  2. Safran, J. Muran, C. (2000). La alianza terapéutica. Ed.Guilford. New York
  3. Stern, D. (1991). El mundo interpersonal del infante. Ed. Paidós. Barcelona.
  4. Stolorow R. Atwood G. (1992). Los contextos del ser. Las bases intersubjetivas de la vida psíquica. Herder. Barcelona

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